Algunos ejes de análisis de la conducta
La conducta humana es compleja, por supuesto; depende de numerosos factores. Cuando decimos 'conducta' no nos referimos sólo a lo que vemos que hace o dice un individuo —el comportamiento— sino que la conducta incluye también los procesos mentales que subyacen y acompañan al comportamiento.
Además, para explicar una conducta, cualquiera sea, debemos tener presente diversos ejes de análisis. Entre los ejes transversales que explican la conducta humana, en general, se hallan, por un lado, la relación bidireccional que existe entre la mente y el cuerpo y, por otro, la que se establece entre el individuo y la situación (Morris & Maisto, 2009).
Respecto al eje mente-cuerpo es importante señalar que, desde un punto de vista neurocientífico, la mente y el cerebro son inseparables:
«Puede considerarse a la mente como el cerebro en sí mismo con sus actividades. Desde este punto de vista, la mente es esencialmente ambos, el órgano anatómico y lo que este hace». (A.P.A. Dictionary of Psychology, online - 'Mind')
Y, en relación al eje individuo-situación, desde el punto de vista de la conducta humana, tenemos que reconocer que tampoco puede existir uno sin el otro. En cualquier situación de interacción interpersonal el individuo aporta su subjetividad —pensamientos, creencias, percepciones e interpretaciones, emociones, motivaciones, hábitos previos, etc.— y la situación no sólo aporta estículos que activan diversas respuestas en quienes participan de la interacción, sino que las circunstancia mismas de la situación predisponen a diversos estilos de respuesta —por ejemplo, una palabra 'amable' o, por el contrario, que suene 'agresiva' predispondrán en los sujetos intervinientes respuestas del mismo tipo—.
Programados para conectar
Además, la interacción entre ambos ejes, mente-cuerpo e individuo-situación, da como resultado diversos tipos de 'aprendizaje' en quienes interactúan, lo que implica una modificación —más o menos duradera— en nuestro sistema neuronal. Y la interacción social, interprersonal, no es algo que podamos considerar secundario u 'opcional', sino que, por el contrario, constituye un componente vital, esencial de nuestra biología y funcionamiento como seres humanos.
«El descubrimiento más importante de la neurociencia es que nuestro sistema neuronal está programado para conectar con los demás, ya que el mismo diseño del cerebro nos torna sociables, al establecer inexorablemente un vínculo intercerebral con las personas con las que nos relacionamos. Ese puente neuronal nos deja a merced del efecto que los demás provocan en nuestro cerebro —y, a través de él, en nuestro cuerpo— y viceversa». (Goleman, 2006; p. 10)
¿A qué se refiere Daniel Goleman con ese 'puente neuronal' que nos conecta con los demás? Se refiere, para decirlo en breve, a varias funciones avanzadas de nuestro cerebro, puntualmente varias regiones de la neocorteza y el sistema límbico que regulan la conducta interpersonal, por lo que el conjunto de tales estructuras ha sido llamado 'cerebro social' (corteza orbitofrontal, corteza cinculada anterior y regiones subcorticales, especialmente la amígdala). Dos de las funciones destacadas del cerebro social son las neuronas espejo y la teoría de la mente.
Respecto a las llamadas 'neuronas espejo', podríamos decir que son la base biológica de las relaciones interpersonales basadas en la empatía —capacidad de ponernos en el lugar del otro— ya que ellas nos permiten experimentar internamente 'algo' de lo que el otro comunica o manifiesta.
«Se ha descubierto recientemente la existencia de una variedad diferente de neuronas cerebrales, las llamadas 'neuronas espejo', que registran el movimiento que otra persona está a punto de hacer y sus sentimientos y nos predisponen instantáneamente a imitar ese movimiento y, en consecuencia, a sentir lo mismo que ellos». (Goleman, 2006; p. 20)
Por su parte, la 'teoría de la mente' es otra de las funciones del cerebro social que tributan a la empatía. Nos permite hacernos una idea de lo que el otro está pensando, de sus intenciones y motivaciones, a partir de interpretar su lenguaje corporal (esta capacidad está disminuída en los trastornos del espectro autista):
«La visión mental (a la que, en ocasiones, también se denomina 'teoría de la mente’) consiste en la capacidad de darse cuenta de lo que sucede en la mente de otra persona para poder experimentar así sus sentimientos y deducir sus pensamientos. Se trata de la capacidad esencial de la exactitud empática. Aunque, de hecho, no podamos leer la mente de otra persona, sí que podemos realizar inferencias considerablemente exactas partiendo de los indicios proporcionados por su rostro, su voz y sus ojos». (Goleman, 2006; p. 216)
Por todo lo anterior, queda en evidencia que el 'puente neuronal' o vínculo intersubetivo que se establece entre nuestro cerebro y las otras personas, no sólo implica un intercambio de 'información' sino, sobre todo y más importante aún, un enlace de tipo emocional entre quienes interactúan. Enlace que impactará, directa o indirectamente, en nuestra salud y bienestar general.
Las relaciones saludables y tóxicas
Debemos enfatizar que cuanto mayor sea el vínculo emocional entre las personas, mayor será la influencia —benéfica o nociva— entre ellos.
«Cuanto mayor es el vínculo emocional que nos une a alguien, mayor es también el efecto de su impacto. Es por ello que los intercambios más intensos son los que tienen que ver con las personas con las que pasamos día tras día y año tras año, es decir, las personas que más nos interesan (...) Pero este vínculo es un arma de doble filo porque, si bien las relaciones positivas tienen un impacto beneficioso sobre nuestra salud, las tóxicas pueden, no obstante, acabar envenenando lentamente nuestro cuerpo». (Goleman, 2006; p. 11)
¿Que una relación llamada 'tóxica' puede envenenar nuestro cuerpo? ¡Sí! Aunque suene un tanto dramático afirmarlo, la neuropsicología actual lo confirma. La calidad de las relaciones interpersonales impacta sobre nuestro cerebro, a partir de ahí, sobre el resto de nuestra salud física.
Pensemos, por ejemplo, en dos o más personas que se reúnen para pasar un buen momento, disfrutan de interactuar, compartir una bebida, conversar, reír juntos, etc. Reírnos de los mismos chistes produce en nuestro cerebro un incremento de endorfinas y otras sustancias que producen en nosotros la sensación subjetiva de placer y bienestar.
Por el contrario, una relación interpersonal teñida de violencia y agresividad impacta de tal forma en nuestro cerebro que nuestra hipófisis y amígdala activan una serie de reacciones en cadena que elevan los niveles de las hormonas del estrés, adrenalina y cortisol, que ingrementan la tensión muscular —lo que produce contracturas múltiples y fatiga—, entorpecen los procesos digestivos —lo que desencadena molestias estomacales—, y nos predisponen a experimentar displacer, ansiedad e irritabilidad.
Más aún, todo ese 'estrés interpersonal' —para decirlo en breve—, cuando se prolonga en el tiempo, activa las llamadas células T, parte de nuestro sistema inmunológico que están destinadas a luchar contra agentes patógenos como virus y bacterias (Goleman, 2006). Cuando las células T se incrementan innecesariamente, sin presencia de infección, podrían volverse contra las células sanas.
Todo lo anterior es una prueba evidente de que las relaciones 'tóxicas' realmente dañan no sólo nuestra mente y emociones, sino también nuestra salud física.
Inteligencia social
La inteligencia social —parte de la inteligencia emocional— es, según Daniel Goleman, (quien a su vez adhiere a la definición de Edward Thorndike): «la capacidad de actuar sabiamente en las relaciones humanas» y también «la capacidad de comprender y manejar a los hombres y las mujeres» (Goleman, 2006; pp. 24, 26).
Basta con mirar a nuestro alrededor —y ver también lo que está ocurriendo en el mundo— para darnos cuenta de que hoy, más que nunca, necesitamos desarrollar esta aptitud, la inteligencia social, para interactuar con los otros sabiamente; para ser una influencia saludable, y no nociva, los unos para los otros.
«La receptividad social del cerebro nos obliga a ser sabios y a entender no sólo el modo en que los demás influyen y moldean nuestro estado de ánimo y nuestra biologia, sino también el modo en que nosotros influimos en ellos. En realidad, uno de los modos de valorar esta especial sensibilidad consiste en considerar el impacto que los demás tienen en nosotros y el que nosotros tenemos en sus emociones y en su biología. La influencia biológica pasajera que una persona tiene sobre otra nos sugiere una nueva dimensión de la vida bien vivida: comportarnos de un modo que resulte beneficioso, aun a nivel sutil, para las personas con las que nos relacionamos». (Goleman, 2006; pp. 25-26)
Es evidente que necesitamos incrementar la inteligencia social. Máxime si consideramos que nuestro cerebro es neuroplástico, es decir, se modifica estructural y funcionalmente en la interacción con los otros —especialmente en la interacción con las personas que más nos importan, con quienes tenemos un vínculo emocional—.
En la interacción interpersonal y social, nuestro cerebro incorpora engramas (redes neuronales que facilitan las acciones y reacciones). Los engramas son la base biológica de los hábitos. Y estos pueden ser socialmente adaptativos —como las conductas basadas en la empatía, la tolerancia, la inclusión y el atruismo— o desadaptativos —como la conducta violenta verbal o física, la mentira, el engaño, el fraude, y todas las formas de corrupción humana—.
¿En qué tipo de mundo queremos vivir? Ese es el mundo que podemos, conscientemente, construir.
Hasta la próxima,
Lic. Marcelo Aguirre
Referencias
A.P.A. Dictionary of Psychology (online). From https://dictionary.apa.org/mind
Goleman, D. (2006). La inteligencia social. La nueva ciencia de las relaciones humanas
Morris, C. & Maisto, A. (2009). Psicología (13º ed.)